El automóvil es uno de esos ídolos mezquinos e insaciables que hacen insoportable la vida a los humanos. Lo exige todo en el altar de los sacrificios: devorador insaciable de recursos naturales y contaminador acreditado, coloniza los espacios reorganizándolos a su antojo. Es una deidad sanguinaria que se ha cobrado más vidas humanas entre los norteamericanos que todas las guerras que el imperio ha protagonizado, incluidas las dos conflagraciones mundiales. A pesar de su enorme impacto sobre el espacio urbano y el aire de las ciudades, a pesar de su responsabilidad en el agotamiento de los recursos fósiles y en la desestabilización del clima, es un diosecillo que exige trato diferencial recibiendo toda clase de ayudas del Estado como si el bien común estuviera asociado a su destino. Pero la realidad es justamente la inversa: la comunidad humana, que desde los tiempos de la mundialización y la crisis ecológica global ha descubierto que comparte destino, se acercará al bien común cuando deje de rendir culto a este ídolo implacable.
Cuando una persona decide desplazarse en bicicleta en vez de hacerlo en automóvil, el poder del ídolo se debilita. La bicicleta –como señaló James MacGurn en el libro On Your Bicycle: an Illustrated History of Ciclyng– es el vehículo de una nueva mentalidad contraria al despilfarro y en favor de la equidad. Pedalear se convierte en un combate contra el fetichismo, cada pedalada libera de la superstición de la falsa religión del automóvil.