Los peatones y peatonas somos un invento del automóvil. Dicho así, de sopetón, sin preámbulo que lo explique, puede sonar a comentario provocativo para atraer la atención de los lectores; pero es cierto. El Diccionario General Etimológico de Eduardo Echegaray de 1889 definía la palabra peatón relacionándola con el servicio de correos de la siguiente manera:
Una década después, en 1900, cuando empiezan a comercializarse automóviles en España, se aprueba la primera reglamentación relativa a ese nuevo tipo de vehículos, fijando las condiciones para su utilización, los permisos requeridos por los propietarios y unas pocas normas de circulación, como la de no superar los 28 km/h en general y 12 km/h en las travesías de los pueblos.
Ese enfoque se demostró insuficiente para el desarrollo del automóvil, pues su utilidad sólo era posible si sus leyes y exigencias de funcionamiento se extendían al conjunto de vehículos, personas y actividades que se daban en las vías, calles y carreteras que habían de utilizar. El automóvil requiere reglas que eviten que los demás perturben su camino.
Por eso, el primer Reglamento de la Circulación Urbana e Interurbana, aprobado en 1928 durante la Dictadura de Primo de Rivera, expresaba claramente en su artículo 1 que “la aplicación de este Reglamento es extensiva a todos los vehículos, artefactos, peatones y animales sueltos o conducidos y en rebaño que transiten por las carreteras del Estado, provinciales, caminos vecinales y municipales, caminos particulares destinados al uso público y por las vías urbanas”.
De un plumazo, la perspectiva del parabrisas, de los vehículos motorizados, dictó su ley que debía ser cumplida por todos, incluyendo animales y una nueva categoría: los peatones, los que utilizan las vías pero no son conductores, según la acepción que empezó a cristalizar entonces y hoy tenemos incorporada en nuestro lenguaje y pensamiento.
Había nacido así el peatón, con sus derechos y obligaciones siempre relacionadas con la circulación de los vehículos. La vía pública se regiría a partir de entonces por las necesidades del paso y estacionamiento de vehículos, sobre todo motorizados. No es así de extrañar que los “no vehículos” fueran poco a poco expulsados de numerosas vías, relegados a aceras y espacios segregados de los mismos y “enseñados” a comportarse, tal y como mostraba el expresivo anuncio de la Dirección General de Tráfico de los años sesenta: Saber andar no basta, ¡enséñele a circular!
Más de un siglo después de la irrupción del automóvil en nuestras calles, cuando su masificación urbana ha demostrado ser uno de los errores más dramáticos de la historia de las ciudades; cuando ya se conocen y reconocen sus efectos ambientales; cuando se han hecho evidentes las negativas consecuencias para la salud de la población de los modelos urbanísticos dependientes del coche; es importante recordar las virtudes de caminar para afrontar el futuro urbano, tal y como hace la Carta Internacional del Caminar.
Cuando en los años noventa empezaron a surgir organizaciones de peatones o viandantes en algunas ciudades españolas, muchos años después de que tal fenómeno ocurriera en otros países europeos, la intención inicial era tan simple como la de que el punto de vista de los que peatón fuera tomada en consideración por las administraciones y los agentes sociales implicados en la planificación y gestión urbana.
El manifiesto con el quiso nacer la asociación madrileña A PIE en 1995 venía a expresar esa necesidad de dar voz a la perspectiva paradójicamente más oculta y más evidente de la ciudad: la perspectiva de los que caminan, tal y como se muestra en el siguiente párrafo del mismo:
En la actualidad, hay en España un puñado de organizaciones que velan por esos intereses tan ninguneados y un Foro que las agrupa con la denominación Andando; un grano de arena en la ingente tarea de integrar sólidamente a los que caminan en la planificación y gestión de las calles de la ciudad; en devolver prestigio social y cultural a esta forma de moverse; en el reconocimiento de sus bondades para afrontar la actual crisis enlazada ambiental, de recursos energéticos, económica y de salud.Pero, más allá de la concepción de los peatones y peatonas como formas de desplazamiento al mismo nivel que las bicicletas, el transporte público o los coches, el reto que tenemos por delante es recuperar la ciudadanía de los que no circulan, de los que juegan, pasan, conversan, están.
Si hace poco menos de un siglo las leyes dividieron a la ciudadanía en peatones y conductores, el reto actual es dejar de ser peatones en el imperio del automóvil para ser ciudadanos y ciudadanas en el imperio de la razón urbana. No es que la ciudad deba ser para los peatones, es que la ciudadanía se edifica a pie.
Sí, es curioso como un invento empezó a regir el destino de nuestras ciudades y en la actualidad también de sus males crónicos.
No es por nada, pero la clave es que casi cada peatón es también conductor en otro momento. Aquí parece como si fueran conjuntos sin intersección.
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