Entrada redactada por Manuel Guerrero Boldó
El problema del despilfarro de alimentos está determinado por el sistema económico dominante y por una organización social fundamentada en una estructura propia de provisión de alimentos. Todo ello impulsado por la cultura consumista inherente al sistema capitalista, pero es preciso abordar, también, esta problemática desde el ámbito cultural para comprender que no es una cuestión completamente ajena al común de los consumidores. Tal y como señala Tim Lang (profesor de política alimentaria en la City University de Londres):
La comida sale a borbotones de la maquinaria de los supermercados y acaba inundando a los consumidores. Éstos son cómplices voluntarios: el modelo de abundancia de comida es intrínseco a la cultura de consumo. La oferta está dictando la demanda; la cola está moviendo al perro.[1]
Alguna práctica resultante de este sistema económico es la destrucción de excedentes, a través de la cual se pueden defender los precios de los alimentos. Otras destacables pueden ser las pérdidas que se generan en el transporte, restaurantes, comedores o el papel de los supermercados que incitan de forma clara a un sobreconsumo que pretende elevar las compras por encima de nuestras necesidades reales y de un consumo responsable.
Los países pobres son los que más sufren esta deriva consumista que provoca una escasez de alimentos para una parte importante de sus habitantes. A su vez, en estos territorios empobrecidos, las pérdidas de alimentos se producen fundamentalmente en la primera etapa de la cadena alimentaria, en la fase de producción. La ausencia de infraestructuras aptas para unas condiciones de refrigeración y almacenamiento necesarias, así como el bajo nivel tecnológico condenan doblemente a estos países. Sin embargo se puede observar que en los países industrializados, las pérdidas se concentran alrededor de un 40% en la distribución y en la fase de consumo final.
Una relación evidente entre el despilfarro generado en los países enriquecidos y su repercusión en los países más pobres la encontramos en los precios de cereales como el trigo, el arroz o el maíz. Estos cereales tienen precios globales que determinan el coste de estos alimentos en los mercados asiáticos o africanos del mismo modo que lo hacen para los supermercados europeos o norteamericanos.
La cantidad de cereales que los países ricos importan y exportan depende de la cantidad que se consume en el interior de estos pero también de la que se tira a la basura. Esto tiene una relación directa con la penuria alimentaria que existe en los países empobrecidos, ya que si desde occidente se envían al cubo de la basura millones de toneladas de cereales, esta práctica conllevará que existan menos cereales disponibles en el mercado mundial. Esto también genera una mayor presión sobre los suministros de alimentos mundiales, lo que supone una subida de precios que repercutirá negativamente en la capacidad de las personas pobres para poder comprar una cantidad de alimentos suficiente para sobrevivir. Llegados a este punto es conveniente destacar la siguiente afirmación de Tristam Stuart (uno de los mayores expertos en las cuestiones sociales y medioambientales de la alimentación):
Dado que el suministro de alimentos se ha convertido en un fenómeno global y especialmente cuando la demanda es mayor que la oferta, tirar alimentos al cubo de la basura equivale verdaderamente a detraerlos del mercado mundial y quitárselos de la boca a quienes pasan hambre.[2]
Esta es una de las consecuencias ocasionadas por tratar la comida como una mera mercancía de consumo absolutamente desposeída de valores y en muchos casos de calidad, que obedece únicamente a una lógica y a unas reglas económicas del mercado.
Otra grave consecuencia es la huella del desperdicio de alimentos o lo que es lo mismo: el daño a los recursos naturales. Recientemente se ha llevado a cabo el primer estudio -elaborado por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura o FAO, por sus siglas en inglés- sobre las consecuencias que tiene la práctica del despilfarro alimentario para el clima, el uso del agua y el suelo y la biodiversidad.[3] Pese a que la demanda de los países ricos puede estimular la producción y por ende repercutir “positivamente” en la actividad económica de los países empobrecidos; la creación de excedentes conlleva perjuicios inasumibles cuando se alcanzan los límites ecológicos.
Hemos de ser conscientes de que todos los alimentos que producimos pero que a posteriori no consumimos, gastan un volumen de agua altísimo, y también conllevan la emisión de millones de toneladas de gases de efecto invernadero que se acumulan en la atmósfera. Los inconvenientes relacionados con el uso de la tierra, el agotamiento de los recursos, etc., son cuestiones que se han de afrontar como una prioridad.
El pasado 16 de octubre se ha celebrado el Día Mundial de la Alimentación en 150 países. El evento fue llevado a cabo en la sede central de la FAO en Roma, ha dejado, una vez más, una declaración de buenas intenciones que difícilmente podrán llevarse a cabo dentro de los márgenes de la lógica económica dominante. La Ministra Italiana de Política Agraria, Alimentaria y Forestal también abordó la problemática en términos culturales ya que concluyó que: «la reducción del desperdicio de alimentos no es en realidad sólo una estrategia para tiempos de crisis, sino una forma de vida que debemos adoptar si queremos un futuro sostenible para nuestro planeta».[4]
El despilfarro es una variable creada por el actual sistema económico pero de esto no se ha de deducir que el plano individual es intrascendente. Esta deriva consumista se puede combatir también como individuos concienciados del claro componente cultural de este problema. Carlo Petrini -fundador y cabeza visible del movimiento internacional Slow Food– señala que:
En un plano individual es más fácil de lo que se piensa: no despilfarrar, recuperar las recetas, de las que es rica nuestra tradición gastronómico-cultural, que aprovecha las sobras, hacer la compra de manera equilibrada y precisa, no ceder a los engaños de la gran distribución y de sus grandes ofertas, consumir preferiblemente productos locales y de temporada, hacer más veces la compra, .etc.[5]
El movimiento Slow Food[6] –que actualmente cuenta con más de 100.000 miembros en 150 países- es una de las plasmaciones del cambio desde abajo, desde la toma de conciencia como individuos responsables. Este movimiento pretende modificar ciertos patrones dietéticos poco saludables de los que somos partícipes, fundamentados en un consumo elevado de carne muy procesada y ecológicamente destructiva. Slow Food sólo es un ejemplo de práctica contracultural pero nos sirve para ilustrar la idea de que cada uno de nosotros tiene una cuota de responsabilidad en esta obscenidad alimentaria y medioambiental.
[1] T. Stuart, Despilfarro: el escándalo global de la economía, Alianza Editorial, Madrid, 2011, p. 100.
[2] T. Stuart, «Posesiones perecederas», PAPELES de relaciones ecosociales y cambio social, Nº120, 2013, p. 142.
[3] Véase http://www.fao.org/docrep/018/i3347e/i3347e.pdf
[5]M. Di Donato, «Entrevista a Carlo Petrini», PAPELES de relaciones ecosociales y cambio global, Nº 118, 2012, pp. 200-201.
[6] Véase http://www.slowfood.com/