La ciudad constituye el tejido espacial de la vida social. Presenta una doble dimensión interactuando: la ciudad como urbs y la ciudad como civitas. Esta concepción dialéctica desde la que la modernidad ha definido la ciudad evoca la unión de un territorio físico (urbs) y una comunidad de ciudadanos que la habitan (civitas). En consecuencia, no existe ciudad sin ciudadanos, sin vida comunitaria, pero tampoco existe ciudad sin territorio, sin el asentamiento de una población en un espacio. De ahí, que haya que prestar atención a aquellos modelos que provocan la dispersión, fragmentación y segregación crecientes de lo urbano a costa de un debilitamiento de la comunidad y la degradación del territorio.
Las transformaciones recientes en los procesos de urbanización han avivado el debate sobre el modelo de ciudad. La esencia del debate se concentra en los rasgos de extensión y densidad de la ciudad, con una traducción inmediata en el plano sociológico sobre las condiciones urbanas que permitan garantizar la cohesión y la diversidad social, y una interpretación desde el plano ecológico sobre las condiciones naturales que se ven alteradas al urbanizar un territorio. Normalmente estas polémicas conducen a la oposición de dos arquetipos de ciudad: la ciudad compacta y la ciudad extensa. El primer modelo se corresponde con la ciudad tradicional europea; se trata de una ciudad densa en relaciones sociales y bien acotada en el plano territorial. El segundo, fuertemente implantado en EE.UU, caracteriza una ciudad sin confines, difusa, reptante o con sinónimos parecidos para expresar lo que se conoce con la expresión inglesa de urban sprawl. En el arquetipo europeo, la ciudad es abarcable y trabada de relaciones de proximidad; en el modelo de ciudad dispersa, el anonimato y el aislamiento individualista debilitan la comunidad y los espacios se convierten en escenarios de consumo conectados por un desarrollo hipertrofiado de infraestructuras al servicio del automóvil.