La relación entre los asentamientos humanos y sus terrenos agrícolas circundantes es una de las constantes que han definido la forma de las sociedades humanas. Ciudad y agricultura han ido de la mano hasta la llegada de la revolución industrial, que mediante el acceso a una energía abundante y barata posibilitó el transporte a larga distancia de personas y mercancias. Una dinámica que alimentó la ficticia independencia de los entornos urbanos respecto a los espacios agrícolas que los circundaban para abastecerse de aliementos.
Un espejismo que se ha disuelto debido a las altísimas dependencias del sistema alimentario global de los combustibles fósiles (elevada mecanización, abonos de síntesis, distancias de miles de kilómetros en su distribución…) y al hecho de que sus aportes supongan un 30% de los gases causantes del cambio climático. A medio plazo resulta inviable la continuidad del modelo vigente, inaugurando escenarios de transición en los que la agricultura urbana y periurbana van a resultar elementos estratégicos. Promover la soberanía alimentaria de las ciudades, supone reorientar la ordenación territorial y muchas políticas públicas a conseguir el mayor grado de autoabastecimiento posible mediante la agricultura de proximidad.
Este ejercicio de relocalización se sustenta en abordar dos esferas diferenciadas pero complementarias como son la agricultura urbana y la periurbana.
La puesta en valor paisajístico, cultural, ambiental y productivo de los espacios agrarios periurbanos debe perseguir el mantenimiento de la actividad agraria. Potenciar la continuidad y la extensión de esta actividad profesional supone sentar las bases para la puesta en marcha de circuitos cortos de comercialización, que reduzcan los impactos ambientales y garanticen el mantenimiento de unas rentas agrarias dignas. Una tarea que debe de acompañarse de figuras de protección específicas para este patrimonio ambiental y cultural constantemente amenazado por la expansión urbana. La figura de los Parques Agrarios o la Carta de la Agricultura Periurbana serían algunas de las iniciativas más reseñables que se han dado en nuestra geografía. Una preocupación compartida con otras muchas ciudades que se están sumando a este campo de reflexión e intervención emergente.
La agricultura en el interior de los cascos urbanos debe de acentuar su dimensión de herramienta privilegiada para la recuperación de espacios urbanos degradados, la educación ambiental significativa, la puesta en marcha de nuevas iniciativas de participación ciudadana o la articulación del consumo. Un énfasis en la dimensión social que no obvia el significativo aporte que puede hacerse a la hora de trazar una continuidad y coherencia entre la producción de los paisajes agrícolas a los cultivos que se dan en solares y azoteas.
Los espacios, las tipologías, las imágenes que asociamos a la agricultura urbana son mucho más diversos que la parcela de tierra con surcos. Existe una creciente hortodiversidad en los entornos urbanos debido a la pluralidad de lugares donde se cultiva (solares recuperados, terrazas, azoteas…), los formatos (huertos escolares, comunitarios, de ocio, terapéuticos…), las motivaciones que llevan a la gente a implicarse en estas iniciativas (educativas, asociativas, relacionales, salud…) y grupos sociales que la promueven (asociaciones vecinales, ecologistas, de mayores…).
Una actividad que mientras siembra hortalizas además cosecha nuevas relaciones sociales e inspira nuevos modelos de ciudad.