Las ciudades no fueron diseñadas para la movilidad motorizada, la inclusión de los coches en las calles desde finales del siglo XIX se hizo a costa de expulsar carromatos de caballos y bicicletas, además de convertir el espacio urbano en un lugar más inseguro para los peatones. No se trata de hacer un ejercicio de nostalgia sino de reflexionar sobre cómo este proceso de sustitución de pautas de movilidad nunca fue tan natural como la historia del automóvil ha querido hacernos creer.
Una de las primeras protestas masivas, de las que se tiene constancia, contra el intrusismo del coche se dio en la ciudad de San Francisco en 1896. En torno a 100.000 personas, según diarios del momento, se manifestaron con sus bicicletas por las principales calles de la ciudad para denunciar el intrusismo del automóvil, que deterioraba el pavimento y hacía peligroso el movimiento en bicicleta, principalmente para desplazarse al trabajo.
La batalla como salta a la vista la ganó el automóvil privado, que poco a poco fue popularizándose y consiguiendo acomodar la ciudad a sus necesidades. El coche se ha convertido en el símbolo de la movilidad durante el periodo álgido de consumo de combustibles fósiles. Un mérito logrado al ser el medio de transporte que más energía consume por persona transportada y kilómetro recorrido. ¿Resulta posible mantener un símbolo que representa la ineficiencia energética, el sobreconsumo de recursos y las elevadas tasas de emisiones de CO2?
A pesar de los intentos por insertar el coche eléctrico como nuevo paradigma, parece que de forma emergente es la bicicleta la que va ganando protagonismo en las calles y en los imaginarios ciudadanos. La visibilidad creciente de la bicicleta en las ciudades va de la mano de miles de personas que de forma individual adoptan nuevas pautas de movilidad, de entidades y asociaciones que presionan para que se desarrollen políticas públicas de incentivo y, por último, de innovadoras movilizaciones, como las masas críticas. Estos paseos masivos en bicicleta, que se desarrollan una vez al mes, suponen un híbrido de reivindicación, fiesta y turismo por la propia ciudad, que proyectan hacia la esfera pública la cantidad de ciclistas urbanos existente y las demandas que tienen.
Realmente en muchas ciudades parece haberse consolidado un difuso movimiento social vinculado al ciclismo urbano dedicado a avanzar activamente hacia pautas de movilidad sostenible. Una dinámica social que enfatiza también el reciclaje, el aprendizaje colectivo y los espacios de reflexión sobre la movilidad. Uno de los espacios más singulares que surge al calor de estos procesos son los Talleres de Autoreparación de bicicletas.
La experiencia nos muestra como el empuje de la sociedad civil puede tener la capacidad de convencer y arrastrar a la clase política a tomar medidas socioambientalmente ambiciosas en cuestiones sensibles como la movilidad o el planeamiento urbano. Un ejemplo recurrente son las movilizaciones sociales que empujaron a las administraciones a impulsar políticas probicicleta desde la década de los 80 en Holanda, logrando actualmente que el 40% desplazamientos se realicen en bici.
Y lentamente la cosa va cambiando, como muestra el hecho de que en los Presupuestos Participativos de Sevilla la propuesta más votada fuera la de construir el carril bici o como cuando se van transformando las normativas para poder viajar en transporte público con bicicleta o empiezan a proliferar los sistemas municipales de préstamos de bicicletas.
La excepcionalidad de la situación actual hace imprescindible la misma voluntad política que se mostró hace un siglo a la hora de expulsar a los ciclistas de las calles para introducir los coches, solo que a la inversa. Una muestra evidente de ese paréntesis en la historia de la humanidad que corresponderá con el limitado periodo en que consumimos combustibles fósiles de forma exponencial.
La luz al final del túnel será una dinamo.