La FAO, la agencia de agricultura y alimentación de la ONU, publicaba recientemente un demoledor informe sobre el volumen de alimentos desperdiciados en el mundo. Los alimentos que se tiran a la basura suponen casi un tercio de los que se producen para el consumo humano, el mismo volumen que se cosecha anualmente en África. El desperdicio por habitante en Europa rondaría entre los 95-115 kilos por año, mientras que en el África subsahariana y el suroeste de Asia − con sistemas de conservación de alimentos mucho más deficientes− supondría solo 11 kilos por año.
Éticamente es inadmisible que aproximadamente 1.300 millones de toneladas de alimentos se desperdicien anualmente, cuando a la vez asistimos a hambrunas y a la desnutrición crónica de cientos de millones de personas. En buena medida, este problema responde a los desequilibrios de poder entre los países empobrecidos y aquellos que dominen el mercado internacional. No es la disponibilidad de alimentos, sino el funcionamiento del mercado el que perpetúa estas asimetrías, que garantizan que unos ganen y otros pierdan siempre.
La ética y los principios no han conseguido conmover a las dinámicas que rigen el comercio internacional. Quizás si a este escándalo le añadimos la dimensión ambiental podamos presionar de forma más eficaz en un contexto de crisis energética y de necesidad imperiosa de contener el cambio climático. La actividad del vigente sistema agroindustrial –compuesto de compañías agrícolas que producen los alimentos de forma industrial y con criterios empresariales− lo convierte en uno de los sectores con mayores impactos ambientales: gran concentración empresarial, con la consiguiente destrucción de las pequeñas explotaciones campesinas familiares y diversificadas, contaminación de acuíferos con pesticidas, erosión genética a consecuencia de la homogeneización de las variedades cultivadas y que se vincula al objetivo de lograr la máxima rentabilidad económica en el corto plazo, proliferación de transgénicos… Entre estos efectos destaca la emisión de un 30% de los gases de efecto invernadero causantes del cambio climático.
Aunque resulta una obviedad, conviene recordar que evitar la sobreproducción de alimentos y mejorar la eficiencia en su consumo implicaría un alivio sustancial de la presión sobre los ecosistemas (un 50 % menos de agua para el riego, o invertidos en la producción de un kilo de carne de vacuno que utiliza de 5 a 10 toneladas de agua), así como un menor consumo de energía. Además de un ahorro en impactos ambientales supone un ahorro económico para las familias, que no compran alimentos que no consumen, y para los municipios, que no procesan unos desperdicios que no se generan.
El escándalo del despilfarro está llevando a las administraciones públicas a introducir la temática dentro de la agenda política europea y a que los Estados miembros implementen tímidas medidas que quedan dentro de sus competencias como mejorar el etiquetado, desglosando fechas de caducidad dentro de márgenes sanitarios y nutricionales adecuados.
Otras de las principales iniciativas que se deben promover se deberían centrar en el sector de la restauración, que en España es responsable de desperdiciar 63.000 toneladas de comida al año −el doble que hace dos décadas−, según la Federación Española de Hostelería y Restauración (FEHR). Este estudio afirma que el 60% de este derroche es producto de una mala previsión a la hora de hacer la compra. Otro 30% se desperdicia durante la preparación de las comidas y solo el 10% es lo que los comensales se dejan en el plato, es decir, los verdaderos desperdicios. La “restauración responsable”, además de una mejor planificación, implicaría la introducción de hábitos que disminuyan el volumen de alimentos que se tiran (raciones más pequeñas con posibilidad de repetir, recargos si se deja comida en el plato…).
Otra línea de intervención pasaría por facilitar la logística y fomentar la donación de los alimentos sobrantes en la restauración hacia comedores sociales o la distribución hacia bancos de alimentos. Algunos de estos bancos de alimentos están comenzando a realizar actividades de procesado para convertir fruta en zumos y compotas de cara a alargar su vida y permitir su consumo diferido.
Uno de los nudos gordianos del despilfarro de alimentos se encuentra en los supermercados, al no estar obligados a declarar las cantidades de productos que desechan o establecer niveles máximos de desperdicios de cara a ajustar los volúmenes de suministro. Además los supermercados tienen como dinámica rechazar el 30% de la fruta y verdura por cuestiones estéticas, como afirma Tristram Stuart, autor de Despilfarro. El escándalo global de la comida.
En nuestra forma de planificar y hacer la compra hay también parte de la responsabilidad del desperdicio de alimentos, a lo que se añade la forma en la que cocinamos y si desechamos o no los alimentos de días anteriores. Actualmente existen diversas redes de intercambio de recetas con sobras como Cocinar con Sobras e incluso concursos de cocina con sobras como el “Resaborea”, convocado en el marco de la campaña de sensibilización asturiana Hogares Residuo Cero.
Hace años que la cineasta Agnes Varda intentaba sensibilizar sobre estas cuestiones en su impresionante documental Los espigadores y la espigadora, donde se presenta la historia de la figura medieval del espigueo, el derecho a recoger las espigas de trigo tras la cosecha, a través de una serie de personas que a finales del siglo XX ponen en marcha estrategias para recuperar alimentos condenados a ir al vertedero en el campo y la ciudad. Los espigadores del siglo XXI se han organizado en torno al movimiento freegan, con una dimensión más activista y provocadora, denuncian el sobreconsumo de nuestras sociedades al alimentarse hasta en un 80% de comida recuperada de basureros, restaurantes o tiendas, y en particular panaderías. Los freegans además de alimentarse cotidianamente, trasladan el debate a la esfera pública mediante catas y comidas populares de productos rescatados, lo que les ha permitido gozar de mucho eco mediático.