Entrada redactada por Abel Esteban
Un año más, nos acercamos a las Navidades, esas fechas especiales en las que le damos una importancia especial al encuentro con familia y amistades. En estas reuniones la comida juega un papel fundamental más allá del disfrute gastronómico, del plano afectivo, o del simbólico, encarnado en las recetas familiares o en los mejores frutos de nuestra tradición y paisajes. Así, son habituales los mariscos, la lombarda, el mejor jamón, turrones o las 12 uvas con las que cerramos un año y damos la bienvenida al entrante.
También con la llegada de la Navidad se aviva en nuestro interior la llama de la solidaridad, y encontramos el momento de pararnos a pensar en el resto y, en especial, en quienes pensamos que lo están pasando peor. Así, resultan habituales los donativos a entidades sociales o las campañas de recogida de juguetes. Con un sentido similar, podríamos plantearnos qué hay detrás de los alimentos y bebidas que elegimos en estas fechas (¡y a los que dedicamos tanto esfuerzo!), e intentar apoyar mediante nuestro consumo proyectos que generan empleo y retribuciones justas, formas de producir que no degradan los ecosistemas, u oportunidades para colectivos desfavorecidos. Los productos de Comercio justo como chocolates o café pueden cumplir con estos objetivos, pero… ¿y la lombarda, el besugo o los mazapanes?
La agricultura y la ganadería han sido la base económica de las comunidades y sociedades durante siglos y a lo largo de todo el planeta. Eran no solo la forma de producir alimentos, fibras y otras materias primas; además proporcionaban un medio de vida a una mayoría de la población. Permitían generar riqueza a partir del aprovechamiento de los recursos naturales de cada territorio, y requerían, por su propia supervivencia, respetar los límites de los ecosistemas de los que dependían.
Con la llegada de la Revolución Verde en el siglo XX, la forma de producir alimentos cambió radicalmente y pasó a depender de grandes cantidades de energía fósil, mecanización, fertilizantes químicos o agrotóxicos. Los sistemas de aprovechamiento sostenibles de los recursos, la inmensa diversidad de semillas, razas y manejos locales, o la escala local han desaparecido progresivamente desde entonces a favor, en buena medida, de aquellas corporaciones que venden los insumos agrícolas o la maquinaria, de quienes han concentrado la propiedad de la tierra, o de quienes tienen la capacidad de operar en los mercados globales.
Si volvemos a la escala local, nos encontramos con cada vez menos personas viviendo del campo, con alimentos que han recorrido miles de kilómetros hasta llegar a nuestras despensas (aunque se hayan cultivado tradicionalmente en nuestra zona), de sabor mediocre, o con listas de ingredientes tan incomprensibles como sospechosas de poco saludables. En resumen, hemos perdido muchos empleos, ¡cientos de miles!, tan necesarios en estos tiempos; además de comer alimentos de peor calidad y menos saludables, y de destruir buena parte del legado de paisajes agrarios que, de otra manera, han alimentado nuestra alma durante generaciones.
Merece la pena por lo tanto pararse a pensar qué hay detrás de lo que comemos en Navidades, pero también durante el resto del año. Y merece la pena, especialmente, porque de la mano de este análisis crítico, miles de familias están encontrando formas de producir o consumir alimentos más justas, más sostenibles y más satisfactorias. Hablamos de ALTERNATIVAS al orden imperante y al sufrimiento que éste genera, y que podemos desarrollar en la escala local, como serían las cooperativas de consumo o los mercados campesinos. Hablamos de oportunidades para familias y jóvenes que apuestan por vivir de la producción sostenible de alimentos; de localizar la economía para que producción y consumo se den dentro de una misma comunidad; de alimentos más nutritivos, sabrosos y sin restos de sustancias tóxicas; de explotaciones agrarias que restauran y conservan los ecosistemas, y minimizan sus consumos energéticos. Hablamos de una serie de círculos virtuosos que, aun no exentos de problemas y obstáculos, construyen granito a granito, día a día, Soberanía Alimentaria.
FUHEM quiere ser también parte de este ilusionante movimiento, y ya en 2013 hemos comenzado a trabajar en el proyecto Soberanía alimentaria y comedores escolares ecológicos FUHEM: alimentando otros modelos. Éste tendrá como ejes principales la introducción progresiva de alimentos ecológicos en los comedores de nuestros centros educativos, el trabajo educativo con el alumnado y la comunidad educativa, y el fomento del consumo ecológico de las familias.
Creemos que las escuelas son espacios estratégicos para la construcción de Soberanía Alimentaria por varios motivos. En primer lugar, porque queremos alimentos nutritivos y sanos para nuestros niños y niñas, y porque la educación, en su sentido integral, es una herramienta privilegiada para la transformación social, ya que permite sensibilizar, concienciar y vivenciar experiencias desde las que se pongan en juego valores y prácticas sociales. Esta potencialidad se multiplica exponencialmente si concebimos al conjunto de la comunidad educativa (profesorado, personal de servicios, alumnado, familias, AFA…) como el sujeto colectivo que, mediante sus interacciones, alienta los procesos educativos.
Por otra parte, porque el consumo de miles de chicos y chicas genera una demanda de alimentos muy importante para productores y productoras locales y ecológicas. Este planteamiento sería extensible a otros espacios de restauración colectiva, como residencias y centros de mayores, hospitales o centros de trabajo.
El proceso ya ha comenzado: el menú de diciembre incluye los primeros platos elaborados íntegramente con alimentos ecológicos y se han celebrado varias reuniones informativas con familias, de las que pueden salir grupos interesados en constituir grupos de consumo. Y continuará a la vuelta de unas Navidades, en las que cada vez más alimentos transformadores son parte de encuentros y celebraciones.